Presencia dominicana en «Los genios»

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Raciones de Letras

JOSE RAFAEL LANTIGUA.-

«Los genios» parece una novela de represalia

Muchos tal vez ya no recuerden que, durante varios años, viajaban mensualmente a Santo Domingo tres entonces muy jóvenes periodistas para grabar aquí un programa de televisión semanal que se difundía en varios países. «Planeta tres» se llamaba.

Se grababa en los estudios del canal de Johnny Dauhajre y sus conductores eran Álvaro Vargas Llosa, Carlos Alberto Montaner y Jaime Bayly, ninguno de los tres para la época con la gran fama que los abrazaría más tarde por sus respectivas carreras en la televisión, la prensa y la literatura.

Bayly lo recordaría cuando vino como invitado a la primera Feria Internacional del Libro, en 1998.

En 1990, Mario Vargas Llosa fue candidato a la presidencia de Perú y entre los miembros de su equipo de comunicación y estrategia se encontraba Jaime Bayly, quien por razones nunca claramente explicadas, que recordemos, dejó de formar parte del staff.

Ha de pensarse que ahí mismo nació el proceso de venganza, en todo caso literaria, de Bayly con el escritor y su primer hijo, Álvaro, que parece tuvo algo que ver en la salida de su compatriota de su equipo más cercano de colaboradores.

«Los genios» parece una novela de represalia. De echar cuentas a un viejo capítulo personal. Lamentable, pero se ha dado. Eso no impide que sea una novela que pueda leerse bien.

Las hay peores. Su objetivo central: el célebre puñetazo que Vargas Llosa le propinara, en pleno rostro, a Gabriel García Márquez en una noche de febrero de 1976, en el Auditorio de la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica, de Ciudad México, donde se proyectaba el documental «La odisea en los Andes» con guion del escritor peruano.

«-¡Hermano! ¡Hermanazo!», le dijo García Márquez a Vargas Llosa, abriéndole los brazos, después de años sin verse. En segundos, Vargas Llosa -experto en broncas boxísticas en sus años del colegio militar Leoncio Prado- noqueaba al colombiano con un golpe en la cara que lo derribó, dejándolo inconsciente, la nariz sangrando, el ojo izquierdo amoratado, los anteojos rotos.

«Esto es por lo que le hiciste a Patricia», fue lo único que dijo el peruano, mientras se retiraba rápidamente del lugar, sin decir ni una palabra más y dejando sorprendidos a todos los que habían asistido a la premier de su documental.

Elena Poniatowska, la escritora mexicana, auxilió a Mercedes Barcha, la esposa de García Márquez, en la ayuda que requería el noqueado, sugiriendo buscar urgente un pedazo de carne en un restaurante de hamburguesas cercano para ponerle una chuleta en el ojo.

Iniciaría así el lastimoso proceso de alejamiento y enemistad entre estos dos viejos amigos, que desde que se vieron por primera vez en el aeropuerto de Caracas a fines de los sesenta, habían desarrollado una amistad muy activa, vecinos en un barrio de Barcelona, frecuentes intercambios de visitas familiares, elogios mutuos a las obras de cada quien, en una época en que Vargas Llosa ya era un «genio» consagrado, con la publicación de sus primeras novelas, y García Márquez comenzaba a entrar a la fama con el lanzamiento en 1967 de «Cien años de soledad».

De aquel impactante puñetazo nunca se conocieron los verdaderos motivos.

Sólo conjeturas. Jaime Bayly ha dado la suya ahora con su ñapa.   La narración no se dirige solamente «contra» Vargas Llosa, sino también contra Patricia, su esposa, García Márquez y Mercedes, Álvaro, el hijo mayor de Mario, y un poco también contra la personalidad de Pablo Neruda, a quien viéndolo recostado en la cama de los García-Barcha, el narrador pondrá en su boca, de forma casi corrida, expresiones como estas: «Parece un elefante inválido», «niño de proporciones desmesuradas», «parece un Papa renacentista», es «un gigante aletargado», «parecía una criatura marina, bañada en sal, un delfín rechoncho y juguetón, una ballena inofensiva varada por el rencor de los mares…»

Repetitivo hasta el asombro, garciamarquiano muchas veces en su ritual narrativo, insinuante,  irreverente, su ficción se encadena a la probable realidad sin saber el lector cómo distinguir una de otra.

Novela de elogios y condenas, de revelaciones y buenos diálogos, personajes de la vida real, al margen del clan de los Vargas Llosa en su totalidad y de los García Márquez, se sitúan en la narración con sorprendentes presencias, como el escritor Alfredo Bryce Echenique, «chispeante, risueño, borracho a las tres de la tarde, bebiendo un vodka tras otro»; como Carmen Balcells «grande, inmensa, colosal, dueña de un universo de genios que giraban como satélites alrededor de ella»; como Julio Cortázar, el esposo de Aurora Bernárdez y el amante de la lituana  Ugné Karvelis, quien una vez dijo en público que ella era «la madrina de la literatura latinoamericana» y Octavio Paz que estaba presente, irritado con aquella mujer envanecida, le espetó: «Usted se equivoca, señora. Usted es la secretaria de Gallimard que ahora ha sido promovida a amante de Cortázar».

Se desbarató el grupo. Ah, y hasta de Julio Sabina, el «muchacho de la mirada tristísima, como la de un camello sediento en el desierto», cuyos versos gustaron mucho a García Márquez y de quien Mercedes dijo que escribía más bonito que Neruda.

Pero, la historia que da pie a la novela se puebla de otras muchas historias personales y colectivas. Y, entre todo, surge la presencia dominicana en la narración.

La historia del documental sobre el país posTrujillo, cuyo guion y rol de entrevistador asumió Vargas Llosa, pagado por la Televisión Francesa, aunque el narrador afirma que con el apoyo financiero de la Gulf and Western, y escribe además que la finalidad era destacar la producción de ron y la dictadura.

El documental, exhibido hace pocos años en Funglode, presenta en verdad una panorámica de la historia contemporánea, el gobierno de los doce años de Balaguer, los presos políticos y la realidad económica dominicana.

Bayly dedica todo un capítulo a este tema, destacando la colaboración recibida de Marianne de Tolentino y su esposo Mario, José Israel Cuello («una mente brillante, un hombre decente y generoso que sabía las historias más sórdidas y truculentas del dictador Trujillo»), y con quienes Mario -dice- viajó a Santiago y Puerto Plata (menciona a Punta Cana, que no existía entonces), escuchando los relatos de Cuello «que eran tan extraordinarios que Mario tomaba notas», sugiriendo que en esos relatos y esos viajes estuvo el germen de la escritura de «La fiesta del chivo».

Hay algunas incorrecciones y dislates, pero la novela es ficción y no requiere de entronques perfectos con la historia y la realidad. Lo que sí es importante es ese capítulo «dominicano» en esta novela que vende millares de ejemplares actualmente en España y Latinoamérica, adornada con anecdotarios, como la de que fue en el Hotel Jaragua, mientras se soleaba en la piscina acompañado de su entonces esposo Julio Iglesias, que Mario Vargas Llosa vio por primera vez, a Isabel Preysler.

Otra parte «dominicana» es la filmación de la novela «Pantaleón y las Visitadoras», respaldada por la Paramount, entonces una empresa del dueño de la Gulf, Charles Bludhorn, y la estancia en Casa de Campo atendidos por Álvaro Carta, prominente funcionario cubano de esa multinacional.

Ese filme, protagonizado por Katy Jurado y José Sacristán, resultó -esto no lo dice Bayly- un fiasco monumental.  Agréguese el uso de fraseología dominicana: «matemáticamente hablando», a Franco hay que ayudarlo a morir, «como dicen los dominicanos: le modificaremos la salud».

Esta novela es muchas cosas que no cuento, pero termina siendo un homenaje a «Cien años de soledad», una pesada carga fusilera contra la vida personal de Vargas Llosa y Patricia (con elogios de equilibrio que concede de cuando en vez), un balance a la rivalidad de Mario con García Márquez (el Gabo leyó con desgano y furia «Historia de un deicidio», mientras desprendía y tiraba al suelo cada página que leía), las versiones íntimas de la tía Julia Urquidi, los planes que se fueron a pique entre estos dos grandes escritores que, incluso, planearon alguna vez producir una novela juntos, las supersticiones del Gabo, la revolución cubana a cuyos líderes obsequió el Gabo los primeros cinco ejemplares dedicados de «El otoño del patriarca», para sorpresa hasta de Carmen Balcells que esperaba el primero para ella.

Y es la radiografía de las desenfrenadas noches en la discoteca Bocaccio, de Barcelona, propiedad de un hermano de la escritora Rosa Regás, y de cuyas juergas Juan Marsé prometió escribir una novela, adonde todos acudían, menos aquella noche terrible del puñetazo, cuando Franco ya había muerto y en la radio sonaba la música de los Beatles, la de los Rolling Stones, la de Elton John y Olivia Newton John, las de Pink Floy y Lou Reed.

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